lunes, 21 de abril de 2014

Lola

      Como cada día Lola se despertó temprano cuando el aviso de las llaves tintineó en su cabeza y siguiendo el sonido vio a Roberto marchar. Aún no había salido el sol, el frío entraba por una pequeña rendija de la ventana que él cuidadosamente dejaba abierta para ella, y las estrellas sonaban como grillos lejanos, acompañadas de los primeros rugidos de motor. Lola, como siempre, volvió a acurrucarse bajo la manta hasta una hora después, cuando ya ansiosa, despierta y más animada saltó a la realidad y corriendo de un lado a otro dio la bienvenida a otro ocioso pero ajetreado nuevo día.
      Sola entre esas cuatro paredes Lola tomó su desayuno y se dedicó a remodelar el salón moviendo muebles de aquí para allá, tirando al suelo todo lo que no era de su agrado, lanzándose finalmente en el sillón, agotada por la novedad. Aún adormecida entre los cojines pensó que quizá a Roberto no le gustaría el nuevo orden, una imagen cruzó su mente y la hizo temblar, pero pronto lo olvidó, ya eran muchos años viviendo juntos, ya hacía mucho tiempo que estaba todo igual, ya era hora de un cambio, de desenfreno, de comportarse como animales y seguir el instinto… Aunque Roberto se negaría, siempre rechazando la posibilidad de ser libre. Él iba y venía de su trabajo, descansaba en casa los fines de semana y pasaba casi todas las tardes pegado al ordenador después de almorzar. Lola no lo entendía, pensaba que era mejor comer un poco, luego dormir, quizás pasear, su vida era una aventura cada día, dibujando en su mente posibles escondites, grandiosas travesuras, todo lo que quisiera, pero sólo cuando quería, y eso Roberto no lo entendía.
      A media mañana y con todo el trabajo de casa hecho, Lola decidió dar un paseo por el parque de enfrente, una pequeña plaza ajardinada que separaba la carretera de la zona residencial, pero que para ella era una especie de bosque perfecto en donde perderse corriendo al son de los pasos de otros amantes del deporte. Claro que ella se cansaba pronto, se relajaba un poco mirando envidiosa los patos del estanque y luego volvía lentamente a casa, calmada, lista para comer de nuevo y echarse una merecida siesta.
      Lola volvió a abrir los ojos con el conocido tintineo de las llaves de Roberto y rápidamente corrió a recibirle en el pasillo antes de que él descubriese por sí solo la sorpresa del salón. Todo fue perfecto, él abrió la puerta, la miró con ternura y ansiedad y tras dejar su maletín en el suelo la abrazó con suavidad, acariciándola y besándola, como siempre. Pero a medida que se adentraba en la casa, sus gestos eran más bruscos, su voz más agresiva, su sonrisa más pequeña y sus ojos más oscuros. De pronto, las ojeras ocultas por la alegría de volver al hogar salieron de súbito asustando al instante a Lola, que retrocedió hacia la habitación al escuchar los gritos con su nombre ya provenientes del salón.
      Lola le quiso pedir perdón, quiso poder explicarle que no todo tiene que ser perfecto y que la perfección está en lo natural, quiso poder acercarse a él y obtener una caricia de perdón antes que un golpe, quiso tantas cosas… Pero lejos, tras el marco de la puerta, vio como Roberto con el móvil en la mano, ya que el teléfono estaba hecho añicos en el suelo, hablaba sobre la definitiva separación. Lola no pudo reprimir un gemido de dolor y sus ojos preocupados le miraron a él con gesto de súplica. Pero era tarde, aunque injusto.
      A la mañana siguiente Lola se despertó con la luz del sol acariciando su espalda, el tintineo de las llaves aún no había sonado, debía de ser sábado y ella no habría hecho bien las cuentas. Al salir en busca de Roberto lo encontró en el ordenador, como siempre. El salón seguía como ella lo había dejado el día anterior, quizá él estaría intentando acostumbrarse al cambio, o quizá lo ignoraba al igual que a ella, como una especie de fría despedida.
      Era la hora del paseo matutino cuando tocaron a la puerta. Era Doña Cecilia, hacía tiempo que no la veía, mucho tiempo, y Lola solo tenía un vago recuerdo de aquella mujer.
      —Doña Cecilia, muchas gracias por venir… Aquí la tiene, Chiguagua de pura raza ciertamente, con un gran genio como podrá comprobar. No entiendo como después de tres años de buena conducta ha hecho ésto… Supongo que es cierto eso de que se vuelven locos.
      Lola lo miró esperando que fuese una broma, tampoco estaba tan mal el cambio del salón. Un agudo ladrido salió de su boca a modo de disculpa, pero la puerta se cerró.
      —Vamos Lola, a ver quién te querrá ahora —Susurró finalmente Doña Cecilia por encima de su taconeo.

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