Como
cada día Lola se despertó temprano cuando el aviso de las llaves
tintineó en su cabeza y siguiendo el sonido vio a Roberto marchar.
Aún no había salido el sol, el frío entraba por una pequeña
rendija de la ventana que él cuidadosamente dejaba abierta para
ella, y las estrellas sonaban como grillos lejanos, acompañadas de
los primeros rugidos de motor. Lola, como siempre, volvió a
acurrucarse bajo la manta hasta una hora después, cuando ya ansiosa,
despierta y más animada saltó a la realidad y corriendo de un lado
a otro dio la bienvenida a otro ocioso pero ajetreado nuevo día.
Sola
entre esas cuatro paredes Lola tomó su desayuno y se dedicó a
remodelar el salón moviendo muebles de aquí para allá, tirando al
suelo todo lo que no era de su agrado, lanzándose finalmente en el
sillón, agotada por la novedad. Aún adormecida entre los cojines
pensó que quizá a Roberto no le gustaría el nuevo orden, una
imagen cruzó su mente y la hizo temblar, pero pronto lo olvidó, ya
eran muchos años viviendo juntos, ya hacía mucho tiempo que estaba
todo igual, ya era hora de un cambio, de desenfreno, de comportarse
como animales y seguir el instinto… Aunque Roberto se negaría,
siempre rechazando la posibilidad de ser libre. Él iba y venía de
su trabajo, descansaba en casa los fines de semana y pasaba casi
todas las tardes pegado al ordenador después de almorzar. Lola no lo
entendía, pensaba que era mejor comer un poco, luego dormir, quizás
pasear, su vida era una aventura cada día, dibujando en su mente
posibles escondites, grandiosas travesuras, todo lo que quisiera,
pero sólo cuando quería, y eso Roberto no lo entendía.
A
media mañana y con todo el trabajo de casa hecho, Lola decidió dar
un paseo por el parque de enfrente, una pequeña plaza ajardinada que
separaba la carretera de la zona residencial, pero que para ella era
una especie de bosque perfecto en donde perderse corriendo al son de
los pasos de otros amantes del deporte. Claro que ella se cansaba
pronto, se relajaba un poco mirando envidiosa los patos del estanque
y luego volvía lentamente a casa, calmada, lista para comer de nuevo
y echarse una merecida siesta.
Lola
volvió a abrir los ojos con el conocido tintineo de las llaves de
Roberto y rápidamente corrió a recibirle en el pasillo antes de que
él descubriese por sí solo la sorpresa del salón. Todo fue
perfecto, él abrió la puerta, la miró con ternura y ansiedad y
tras dejar su maletín en el suelo la abrazó con suavidad,
acariciándola y besándola, como siempre. Pero a medida que se
adentraba en la casa, sus gestos eran más bruscos, su voz más
agresiva, su sonrisa más pequeña y sus ojos más oscuros. De
pronto, las ojeras ocultas por la alegría de volver al hogar
salieron de súbito asustando al instante a Lola, que retrocedió
hacia la habitación al escuchar los gritos con su nombre ya
provenientes del salón.
Lola
le quiso pedir perdón, quiso poder explicarle que no todo tiene que
ser perfecto y que la perfección está en lo natural, quiso poder
acercarse a él y obtener una caricia de perdón antes que un golpe,
quiso tantas cosas… Pero lejos, tras el marco de la puerta, vio
como Roberto con el móvil en la mano, ya que el teléfono estaba
hecho añicos en el suelo, hablaba sobre la definitiva separación.
Lola no pudo reprimir un gemido de dolor y sus ojos preocupados le
miraron a él con gesto de súplica. Pero era tarde, aunque injusto.
A la
mañana siguiente Lola se despertó con la luz del sol acariciando
su espalda, el tintineo de las llaves aún no había sonado, debía
de ser sábado y ella no habría hecho bien las cuentas. Al salir en
busca de Roberto lo encontró en el ordenador, como siempre. El salón
seguía como ella lo había dejado el día anterior, quizá él
estaría intentando acostumbrarse al cambio, o quizá lo ignoraba al
igual que a ella, como una especie de fría despedida.
Era la
hora del paseo matutino cuando tocaron a la puerta. Era Doña
Cecilia, hacía tiempo que no la veía, mucho tiempo, y Lola solo
tenía un vago recuerdo de aquella mujer.
—Doña
Cecilia, muchas gracias por venir… Aquí la tiene, Chiguagua de
pura raza ciertamente, con un gran genio como podrá comprobar. No
entiendo como después de tres años de buena conducta ha hecho ésto…
Supongo que es cierto eso de que se vuelven locos.
Lola
lo miró esperando que fuese una broma, tampoco estaba tan mal el
cambio del salón. Un agudo ladrido salió de su boca a modo de
disculpa, pero la puerta se cerró.
—Vamos
Lola, a ver quién te querrá ahora —Susurró finalmente Doña Cecilia por encima de su taconeo.
Relato publicado en el 1º número de El Vagón de las Artes
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