viernes, 15 de marzo de 2013

Décimo cuarta escena de invierno: Noche de ópera


   Abajo, en el escenario, La Carlotta entonaba su despedida fatal de la ópera, los ecos de su fallido intento por controlar los chillidos estridentes de su garganta colapsada volaron por toda la sala, crispando los oídos e hiriendo mortalmente aquella esperada escena, el dueto con Fausto. El silencio de la sala sólo amplificaba la caída de la grande del Palais Garnier.

   Victoria apretó las manos contra sus oídos, pero no por el triste espectáculo que tenía lugar en el escenario en ese momento, sino por una cadenciosa respiración que hacía vibrar sus cabellos y cosquilleaba sus lóbulos. Ella no recordaba cómo había llegado hasta allí, hasta aquel palco tan lujosamente adornado y perfectamente situado. No recordaba con quién había asistido, pero el asiento de al lado la hacía estar segura de haber llegado del brazo de alguien… ¿Su nombre? ¿Su rostro? No los recordaba con claridad, sin embargo, el solo pensamiento de lo segundo le producía un escalofrío. Aún con los oídos tapados, el susurro, aquel siseo estrangulado, la agobiaba, la hacía desear estar de nuevo en su desván, con sus libros, oculta bajo su manta raída, encogida en su sillón desvencijado.

   —¡Esta noche está cantando como para que se caiga la lámpara! —Terminó por decir aquel vaho enfermizo que suspiraba tras ella. El hielo del susurro transformado en clara voz se clavó en las sienes de la joven Victoria, y en un reflejo que deseó haber dejado allá donde descansaban sus libros giró, topándose de frente con él. A un lado de la figura el número 5 delataba la situación de aquel palco, pero ya era tarde, ya no podría disculparse por el error y salir huyendo, ni siquiera recordaba por dónde se salía ¿Por dónde había entrado ella?

   La máscara de calavera chispeó fuego dorado por los huecos de los ojos y Victoria se levantó de golpe, como si aquella mirada fantasmagórica tuviera el poder de manejarla a voluntad. Dio uno, dos, tres pasos y se vio atada a la espeluznante figura de muerte, su brazo en el de aquella. ‹‹Christine…›› Creyó escuchar debajo de aquella máscara terrorífica y quiso correr, alejarse alegando que aquel ser se había confundido de persona… Pero lo que hizo fue muy distinto, y sin darse cuenta se encontró a metros y metros bajo la ópera, en una extraña y monstruosa morada. Y frente a ella, la más terrible de las visiones: La muerte en persona, un espíritu humanizado, un monstruo con voz de ángel… O peor, un ángel con piel de monstruo.

   Victoria recordó, abrió mucho los ojos y los cerró de pronto, mareada. Su cuerpo tembló, el aire giró a su alrededor y la fría piedra en la que yacía se amoldó cálida como algodón. Intentó hablar, decir su nombre, romper la maldición con un beso, una caricia… Pero al volver a abrir los ojos, ahí estaba ella, en su desván, acurrucada en su sillón, con su manta, con el libro entre sus manos y algunas gotas de más en la página, final del sendero que habían marcado en sus mejillas unas lágrimas enamoradas.

   La joven reina del desván acarició las últimas líneas de aquel libro con temblorosos dedos, bebió sus lágrimas confusas y decidió no pensar demasiado en aquello, no tomar una postura ante aquella historia, decidió no juzgarle a él, ni juzgar a los demás, pues le parecía que todos habían sido perfectas víctimas, todos, de aquella máscara, de aquella calavera.

   Victoria estiró sus piernas y se levantó lentamente, sin ánimo de llevar a su eterno hogar aquella maravillosa obra que la había sumido en la más agonizante lectura. Besó la portada y le besó, como si sus labios pudieran traspasar la barrera de papel y tinta, como si un beso pudiera salvarle, redimirle; como si con aquel gesto pudiera llegar hasta él, hasta el Fantasma de la Ópera.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado. Esta escena me ha mantenido pegado de principio a fin y casi me ha dado pena que fuese tan corta. ¡Bravo!

    ResponderEliminar