La lluvia caía. Era lo único en
movimiento ahora. Ambos a cierta distancia, ambos sin aliento. Se miraban con
ojos perdidos, con el rojo de la furia y el negro de la traición.
A un lado, de piel blanca y alas
grises, él ya no sonreía. El hilo de sangre dibujaba una mueca triste en la
comisura de sus labios y su voz no sonó cuando susurró palabras que sólo ella,
con su sonrosada piel y sus pulcras alas blancas, podría entender. Sus ojos no
se perdían de vista como algún tiempo atrás harían sus labios. Sus manos
empuñando el acero de la discordia y la muerte, tan fuerte como hacía un tiempo
abrazarían el cuerpo del otro.
La lluvia caía y el silencio
gritó al ser herido por una disputa que no quería ser zanjada con más sangre.
Pero las plumas volaron, el rojo dibujó recuerdos cristalinos en el suelo y los
cuerpos se elevaron al perder el peso de la ira por el ladrón plateado.
Ambos pechos atravesados, ambas
almas olvidadas. La levedad del ser devuelta tras la expurgación de su
tragedia: Los ojos cerrados, las manos anudadas y las alas abajo, en el suelo,
destrozadas.
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