La noche fría
había helado los dedos de Victoria, aferrados fuertemente a la tapa dura de su
víctima, a pocos minutos de su terrible final.
La joven reina
del desván sentía culpabilidad de asesino al ver morir lentamente las páginas
tras su lectura. Imaginaba que sus letras eran la cálida sangre de aquel bulto
cargado de historias, emociones, ideas y materia. La materia era importante, era
el cuerpo de la víctima, podía ser ésta robusta (como era el caso) o delgada,
madura o aún cargada de la inocencia de la niñez. Su contenido, su alma, podía
ser tan profunda, tan filosófica, o tan terriblemente patética…
Victoria amaba
pasar el invierno en aquel cuartucho lleno de ácaros, frío y humedad. La poca
luz no era un problema y las goteras a veces llevaban el ritmo de su lectura
inagotable, así que para ella era el lugar ideal para realizar la más perfecta
de las actividades, la más especial, la más sagrada para sus ojos cansados:
Leer. Independientemente de la desazón que le causasen las últimas palabras de
un tomo o ese final de vida de una historia altamente envolvente.
En esta ocasión,
la pobre Victoria había pasado semanas con un mismo libro y empezaba a sentirse
algo atrapada por sus letras. Volvía a tener un clásico en sus manos y
paladeaba cada frase, cada giro, cada descripción, dibujando en su mente el
paisaje decadente de un siglo XIX que pasaba trastabillando por el cambio
social que daría nuevas esperanzas a la clase burguesa pero seguiría atando en
corto a los estratos más bajos, más pobres y más desprotegidos. Victoria
trazaba mapas en su cabeza, separando en listas contrapuestas las virtudes y
defectos de un Norte cargado del humo de la novedad y un sur tradicional y
obsoleto. Pero no eran las distinciones de clases o de situaciones geográficas
claramente identificadas con la personalidad de sus habitantes, lo que atrapó a
la curiosa joven en su sillón raído. Sería la extraña relación entre un Norte
poco apuesto pero muy capaz y un Sur de hermoso aspecto e interior pero quizá
demasiado pomposo. Una puesta en escena de un XIX avanzado, que mareó las ideas
de Victoria y golpeó su imaginación una y otra vez, quizá intentando
demostrarle que no hay obra que se pueda tildar de “clásico” y que sea a la vez
vergonzosa culpable de cargar tantos tópicos como sus páginas aguanten.
Y la joven
reina, esperando encontrarse con algunos prejuicios y orgullos muy propios de
la época, sólo encontró novedad, acción y un amor diluido en un humo espeso y enfermizo
que más tarde que pronto desembocaría en lo que todo lector, estaba segura,
esperaría después de tantos capítulos. Un final enloquecedoramente rápido, que
no vio venir, que se le escapaba de la vista y que releyó unas tres veces, con
esa sonrisa que sólo arrancan las frases ingeniosas que quieren ser punto y
final, y que se escriben con tinta melancólica en la memoria del lector, para
siempre. Victoria estaba segura que en algún momento encontraría la ocasión
perfecta para rememorar el diálogo final, quizá a viva voz o quizá en sueños.
La noche fría
había helado los dedos de Victoria, y éstos, aún aferrados a la tapa dura de su
víctima, dolieron al despegarse de su piel de cartón y tinta. Los ojos de ella
volaron hacia la ventana, como siempre, y se posaron en un horizonte que se le
desdibujaba en la oscuridad y transformaba el paisaje de fondo en hileras de
chimeneas fabriles decimonónicas, salpicadas por idílicos bosques y casitas
campestres. La visión se apagó y el susurro de su respiración calmada arrulló
al libro que acababa de caer abatido en su regazo, leído hasta la médula,
disfrutado hasta la última gota de sus letras, y ahora eterno en la memoria de
la reina del desván.
Personalmente, creo que este es el relato de Victoria que más me ha gustado. Ha sido genial de principio a fin.
ResponderEliminar