martes, 5 de febrero de 2013

Décimo tercera escena de invierno: Entre el Norte y el Sur


   La noche fría había helado los dedos de Victoria, aferrados fuertemente a la tapa dura de su víctima, a pocos minutos de su terrible final.

   La joven reina del desván sentía culpabilidad de asesino al ver morir lentamente las páginas tras su lectura. Imaginaba que sus letras eran la cálida sangre de aquel bulto cargado de historias, emociones, ideas y materia. La materia era importante, era el cuerpo de la víctima, podía ser ésta robusta (como era el caso) o delgada, madura o aún cargada de la inocencia de la niñez. Su contenido, su alma, podía ser tan profunda, tan filosófica, o tan terriblemente patética…

   Victoria amaba pasar el invierno en aquel cuartucho lleno de ácaros, frío y humedad. La poca luz no era un problema y las goteras a veces llevaban el ritmo de su lectura inagotable, así que para ella era el lugar ideal para realizar la más perfecta de las actividades, la más especial, la más sagrada para sus ojos cansados: Leer. Independientemente de la desazón que le causasen las últimas palabras de un tomo o ese final de vida de una historia altamente envolvente.

   En esta ocasión, la pobre Victoria había pasado semanas con un mismo libro y empezaba a sentirse algo atrapada por sus letras. Volvía a tener un clásico en sus manos y paladeaba cada frase, cada giro, cada descripción, dibujando en su mente el paisaje decadente de un siglo XIX que pasaba trastabillando por el cambio social que daría nuevas esperanzas a la clase burguesa pero seguiría atando en corto a los estratos más bajos, más pobres y más desprotegidos. Victoria trazaba mapas en su cabeza, separando en listas contrapuestas las virtudes y defectos de un Norte cargado del humo de la novedad y un sur tradicional y obsoleto. Pero no eran las distinciones de clases o de situaciones geográficas claramente identificadas con la personalidad de sus habitantes, lo que atrapó a la curiosa joven en su sillón raído. Sería la extraña relación entre un Norte poco apuesto pero muy capaz y un Sur de hermoso aspecto e interior pero quizá demasiado pomposo. Una puesta en escena de un XIX avanzado, que mareó las ideas de Victoria y golpeó su imaginación una y otra vez, quizá intentando demostrarle que no hay obra que se pueda tildar de “clásico” y que sea a la vez vergonzosa culpable de cargar tantos tópicos como sus páginas aguanten.

   Y la joven reina, esperando encontrarse con algunos prejuicios y orgullos muy propios de la época, sólo encontró novedad, acción y un amor diluido en un humo espeso y enfermizo que más tarde que pronto desembocaría en lo que todo lector, estaba segura, esperaría después de tantos capítulos. Un final enloquecedoramente rápido, que no vio venir, que se le escapaba de la vista y que releyó unas tres veces, con esa sonrisa que sólo arrancan las frases ingeniosas que quieren ser punto y final, y que se escriben con tinta melancólica en la memoria del lector, para siempre. Victoria estaba segura que en algún momento encontraría la ocasión perfecta para rememorar el diálogo final, quizá a viva voz o quizá en sueños.

   La noche fría había helado los dedos de Victoria, y éstos, aún aferrados a la tapa dura de su víctima, dolieron al despegarse de su piel de cartón y tinta. Los ojos de ella volaron hacia la ventana, como siempre, y se posaron en un horizonte que se le desdibujaba en la oscuridad y transformaba el paisaje de fondo en hileras de chimeneas fabriles decimonónicas, salpicadas por idílicos bosques y casitas campestres. La visión se apagó y el susurro de su respiración calmada arrulló al libro que acababa de caer abatido en su regazo, leído hasta la médula, disfrutado hasta la última gota de sus letras, y ahora eterno en la memoria de la reina del desván.

1 comentario:

  1. Personalmente, creo que este es el relato de Victoria que más me ha gustado. Ha sido genial de principio a fin.

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